Hambre y tomates
Los tomates que se utilizan como proyectiles en la Tomatina de Buñol, 120.000 kilos, son, contra lo que se quiere vender año tras año, perfectamente aptos para el consumo. Sólo por eso, cuantos se hayan educado en la condena del desperdicio alimentario, y aun los que sin haberse criado en ese valor lo han ido desarrollando, el hecho de destruir doce toneladas de comida por diversión han de sentir una repugnancia infinita.
Los tomates que los participantes en la Tomatina se arrojan unos a otros son tomates normales, o todo lo normales que pueden ser las apócrifas hortalizas que con forma de tomates ni saben ni huelen como los tomates. Son, salvando lo dicho, tomates como los que cuestan un ojo de la cara en las fruterías, sólo que para que los que se atizan con ellos en las calles de Buñol no se lastimen, la organización pide al suministrador, éste año de Don Benito, que los despache en un punto alto de maduración. Esto es, son tomates que se dejan madurar mucho para ser destruidos, para no alimentar, en consecuencia, a nadie.
Para enmascarar la atrocidad de ese brutal desperdicio, así como para burlar el principio moral o legal que lo condena, los partidarios de él han insistido tanto en la falsa condición tóxica de esos tomates que hasta la IA se lo ha creído, de suerte que esa fuente de información que sirve infructuosamente para disimular la ignorancia, abunda en el disparate. Pero no, esos 120.000 kilos de tomates aliviarían muchas hambres, hambres de esas de las que matan a tantos seres humanos y, en particular, a tantos niños diariamente en Gaza.
La repetidísima milonga de que no se pueden comer esos tomates ha calado tanto y con la facilidad propia de lo que interesa que cale, pues la Tomatina es un negocio, que casi nadie alza la voz contra ese espectáculo tan hiriente, y tanto ha calado que Izquierda Unida, que debería hacerlo por fidelidad a su discurso, no sólo no lo ha hecho, sino que lo ha utilizado como soporte para "concienciar" sobre el genocidio de Gaza precisamente. La razón huye despavorida de todas partes.
Los tomates que los participantes en la Tomatina se arrojan unos a otros son tomates normales, o todo lo normales que pueden ser las apócrifas hortalizas que con forma de tomates ni saben ni huelen como los tomates. Son, salvando lo dicho, tomates como los que cuestan un ojo de la cara en las fruterías, sólo que para que los que se atizan con ellos en las calles de Buñol no se lastimen, la organización pide al suministrador, éste año de Don Benito, que los despache en un punto alto de maduración. Esto es, son tomates que se dejan madurar mucho para ser destruidos, para no alimentar, en consecuencia, a nadie.
Para enmascarar la atrocidad de ese brutal desperdicio, así como para burlar el principio moral o legal que lo condena, los partidarios de él han insistido tanto en la falsa condición tóxica de esos tomates que hasta la IA se lo ha creído, de suerte que esa fuente de información que sirve infructuosamente para disimular la ignorancia, abunda en el disparate. Pero no, esos 120.000 kilos de tomates aliviarían muchas hambres, hambres de esas de las que matan a tantos seres humanos y, en particular, a tantos niños diariamente en Gaza.
La repetidísima milonga de que no se pueden comer esos tomates ha calado tanto y con la facilidad propia de lo que interesa que cale, pues la Tomatina es un negocio, que casi nadie alza la voz contra ese espectáculo tan hiriente, y tanto ha calado que Izquierda Unida, que debería hacerlo por fidelidad a su discurso, no sólo no lo ha hecho, sino que lo ha utilizado como soporte para "concienciar" sobre el genocidio de Gaza precisamente. La razón huye despavorida de todas partes.
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.167