La gran ola de Kanagawa
Tengo un amigo que decía que le perseguía ‘La gran ola de Kanagawa’. Y fuera donde fuera siempre se encontraba con alguna réplica del grabado de Hokusai.
Se trata de esa estampa japonesa en la que hay una gran ola en forma de garra que parece que va a demoler a unos pescadores que están faenando con el monte Fuji de fondo. Y aunque el autor no quiso representar un tsunami ni nada por el estilo, mi amigo tenía la teoría de que cuando se cruzaba con la obra algo le iba a devorar porque, en vez de contemplar el mar encrespado, creía ver una inmensa zarpa de oso que, al más mínimo descuido, le podría destrozar.
La primera vez que coincidimos los tres -mi amigo, la ola y yo- fue en Salamanca en un congreso sobre periodismo y ficción. Luego, según íbamos visitando algunos sitios juntos, pude comprobar en primera persona cómo se cruzaban los dos por el camino de manera sospechosamente casual.
Mi amigo, la verdad, vivía aterrado el pobre con este tema del cuadro ‘ukiyo-e’, porque estaba muy seguro de que la ola le buscaba. Le acosaba. Le acorralaba para triturarle en cualquier mínimo descuido. En cualquier congreso. En cualquier hotel. En cualquier salón. Y lo cierto es que cuando hacían ‘match’ -la ola y él- sucedía algún cambio drástico en su vida que lo dejaba casi a merced, tal y como les podría ocurrir a esos pescadores del cuadro de Hokusai. Una pérdida, un despido, un divorcio, una enfermedad.
Pasados unos meses desde su último encuentro con la obra, cuando le vi más o menos recuperado, me presenté en su casa por su cumpleaños; y le llevé una réplica del cuadro muy bien lucida y envuelta en papel cuché. Antes de abrir el paquete me preguntó qué era. Y le dije que dentro de ese envoltorio se iba a encontrar con todos sus temores para poder colgarlos en un lugar preferente de la casa, a fin de tenerlos presentes para hacerse mucho más fuerte y zafarse así, de un plumazo, de todo ese miedo aparentemente infundado.
Pero al descubrir el pastel, mi amigo entró en pánico. Me dijo que saliera de inmediato de su casa y, montado en cólera, me dejó muy claro que nunca más le volviera a dirigir la palabra. Así que lo que pretendía ser un regalo para poder ayudarle a superar ese miedo irracional a una simple ola se convirtió en una despedida apresurada y para siempre.
Han pasado muchos años desde entonces. Y he de decir que desde aquel momento nunca más le volví a ver, ni a tener noticias suyas. Pero justamente ayer me dijo un colega que tenemos en común que se encuentra bastante bien. Que a los pocos días de mi visita cambió de trabajo, dejó a su esposa y se fue a vivir solo a una casa nueva. También me dijo que apenas se deja ver. Si acaso sólo al atardecer. Cuando sale para asegurarse de que tiene el mar a sus pies.
Se trata de esa estampa japonesa en la que hay una gran ola en forma de garra que parece que va a demoler a unos pescadores que están faenando con el monte Fuji de fondo. Y aunque el autor no quiso representar un tsunami ni nada por el estilo, mi amigo tenía la teoría de que cuando se cruzaba con la obra algo le iba a devorar porque, en vez de contemplar el mar encrespado, creía ver una inmensa zarpa de oso que, al más mínimo descuido, le podría destrozar.
La primera vez que coincidimos los tres -mi amigo, la ola y yo- fue en Salamanca en un congreso sobre periodismo y ficción. Luego, según íbamos visitando algunos sitios juntos, pude comprobar en primera persona cómo se cruzaban los dos por el camino de manera sospechosamente casual.
Mi amigo, la verdad, vivía aterrado el pobre con este tema del cuadro ‘ukiyo-e’, porque estaba muy seguro de que la ola le buscaba. Le acosaba. Le acorralaba para triturarle en cualquier mínimo descuido. En cualquier congreso. En cualquier hotel. En cualquier salón. Y lo cierto es que cuando hacían ‘match’ -la ola y él- sucedía algún cambio drástico en su vida que lo dejaba casi a merced, tal y como les podría ocurrir a esos pescadores del cuadro de Hokusai. Una pérdida, un despido, un divorcio, una enfermedad.
Pasados unos meses desde su último encuentro con la obra, cuando le vi más o menos recuperado, me presenté en su casa por su cumpleaños; y le llevé una réplica del cuadro muy bien lucida y envuelta en papel cuché. Antes de abrir el paquete me preguntó qué era. Y le dije que dentro de ese envoltorio se iba a encontrar con todos sus temores para poder colgarlos en un lugar preferente de la casa, a fin de tenerlos presentes para hacerse mucho más fuerte y zafarse así, de un plumazo, de todo ese miedo aparentemente infundado.
Pero al descubrir el pastel, mi amigo entró en pánico. Me dijo que saliera de inmediato de su casa y, montado en cólera, me dejó muy claro que nunca más le volviera a dirigir la palabra. Así que lo que pretendía ser un regalo para poder ayudarle a superar ese miedo irracional a una simple ola se convirtió en una despedida apresurada y para siempre.
Han pasado muchos años desde entonces. Y he de decir que desde aquel momento nunca más le volví a ver, ni a tener noticias suyas. Pero justamente ayer me dijo un colega que tenemos en común que se encuentra bastante bien. Que a los pocos días de mi visita cambió de trabajo, dejó a su esposa y se fue a vivir solo a una casa nueva. También me dijo que apenas se deja ver. Si acaso sólo al atardecer. Cuando sale para asegurarse de que tiene el mar a sus pies.


























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