Los estúpidos dirigentes del futuro
Existe un clima de violencia exacerbada que está asolando a la sociedad. Así que o tomamos conciencia de este grave problema o las nuevas generaciones lo van a pagar muy caro.
En estas últimas semanas estamos volviendo a comprobar cómo los ánimos andan bastante crispados en este presente repleto de incertidumbre, en el que todo el ecosistema actual anda inmerso en una furia desatada más propia de otro tiempo. Y lo peor es que no se salva ningún agente social: la política, la vida de la calle, el hogar, la familia, la fe, la universidad.
En lo que respecta a la clase política, para mantener todo este cabreo generalizado, se ha fabricado un ring en el Congreso. El objetivo no es otro que poder pasar la legislatura más entretenidos viendo cómo la calle se hace eco del gancho de su pantomima. Por eso un día se llena de protestas contra un bando para el siguiente hacerlo contra el otro a fin de poder mantener un sistema hecho a base de ruido pero sin nueces.
Tampoco se salvan de todo este embrollo congresista las familias, que cada vez están más amenazadas por la gestación de unas leyes caprichosas, ineficaces y hasta incluso insolentes, que no solo dañan a la inteligencia de quienes tienen que aplicarlas, sino a las personas a las que deberían proteger. Así que los hogares, en vez de sentirse seguros gracias a la autoridad del Estado, se están quedando huérfanos de protección y seguridad al mismo ritmo al que van pasando las noticias sobre violencia en los telediarios.
Y todo este maremágnum está sustentado en un contexto alarmante, el de una sociedad demasiado vigilada para lo más trivial y tremendamente abandonada para lo que debería ser lo más importante: la salud, la armonía, la convivencia, el honor o la propia dignidad.
Unida a esta desatención básica en lo material al ciudadano va el desinterés que se demuestra por lo espiritual, algo que dice muy poco sobre el sistema y quizá sobre nosotros mismos. Y a la vez que aumenta la falta de respeto por la fe, se van acumulando asesinatos contra los que ejercen su derecho de creer en algo más que lo que le ofrece un Gobierno bien sea de un color o de otro.
Pero lo peor de todo este entramado de conflicto y de polémica, de división y de fragmentación, no es el hecho en sí de dar por asumida la violencia para controlar mejor el poder y reírse del votante. Que también. El problema más grave será el que van a tener los que realmente van a terminar pagando todo este clima de crispación. Y sí, van a ser los jóvenes. Esos a los que ahora están intoxicando para que cuando pasen unos años la responsabilidad ya no sea solo de los idiotas que controlan el presente, sino de los estúpidos dirigentes del futuro.
En estas últimas semanas estamos volviendo a comprobar cómo los ánimos andan bastante crispados en este presente repleto de incertidumbre, en el que todo el ecosistema actual anda inmerso en una furia desatada más propia de otro tiempo. Y lo peor es que no se salva ningún agente social: la política, la vida de la calle, el hogar, la familia, la fe, la universidad.
En lo que respecta a la clase política, para mantener todo este cabreo generalizado, se ha fabricado un ring en el Congreso. El objetivo no es otro que poder pasar la legislatura más entretenidos viendo cómo la calle se hace eco del gancho de su pantomima. Por eso un día se llena de protestas contra un bando para el siguiente hacerlo contra el otro a fin de poder mantener un sistema hecho a base de ruido pero sin nueces.
Tampoco se salvan de todo este embrollo congresista las familias, que cada vez están más amenazadas por la gestación de unas leyes caprichosas, ineficaces y hasta incluso insolentes, que no solo dañan a la inteligencia de quienes tienen que aplicarlas, sino a las personas a las que deberían proteger. Así que los hogares, en vez de sentirse seguros gracias a la autoridad del Estado, se están quedando huérfanos de protección y seguridad al mismo ritmo al que van pasando las noticias sobre violencia en los telediarios.
Y todo este maremágnum está sustentado en un contexto alarmante, el de una sociedad demasiado vigilada para lo más trivial y tremendamente abandonada para lo que debería ser lo más importante: la salud, la armonía, la convivencia, el honor o la propia dignidad.
Unida a esta desatención básica en lo material al ciudadano va el desinterés que se demuestra por lo espiritual, algo que dice muy poco sobre el sistema y quizá sobre nosotros mismos. Y a la vez que aumenta la falta de respeto por la fe, se van acumulando asesinatos contra los que ejercen su derecho de creer en algo más que lo que le ofrece un Gobierno bien sea de un color o de otro.
Pero lo peor de todo este entramado de conflicto y de polémica, de división y de fragmentación, no es el hecho en sí de dar por asumida la violencia para controlar mejor el poder y reírse del votante. Que también. El problema más grave será el que van a tener los que realmente van a terminar pagando todo este clima de crispación. Y sí, van a ser los jóvenes. Esos a los que ahora están intoxicando para que cuando pasen unos años la responsabilidad ya no sea solo de los idiotas que controlan el presente, sino de los estúpidos dirigentes del futuro.
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