Confieso que entré lleno de prejuicios, porque, hacía relativamente poco, tenía noticias de que un gurú de los fogones había descubierto las virtudes de mezclar el chorizo con las navajas, y servidor andaba alerta por si alguien me ofrecía anchoas con nata, pero tuve la suerte de tropezarme, con el área de Valladolid, donde probé un Shiraz excepcional, acompañado de un cuello de cordero deshuesado. Estaba entusiasmado, cuando apareció el cocinero de Burgos, Roberto da Silva, y me secuestró hacía la zona burgalesa, mientras discutía con mi mujer la definición de una buena morcilla. Probamos su estupenda morcilla, pero todo cambió cuando nos aseguró que su alcachofa, mecida en aceite natural, resistía la prueba de tomar cualquier vino.
A mí de la alcachofa me gusta todo, pero tengo la acumulada experiencia de que bebas lo que bebas, después de tomar alcachofas, sea tinto, blanco, rosado, cava o agua, te va a saber como si salieras de una anestesia. Bueno, pues el milagro de Roberto es que bebes una copa de tinto, después de las alcachofas, y te sabe como si te hubieras tomado un trozo de queso. Todavía no repuestos de la sorpresa, nos refugiamos en la zona de Makro, y llegamos a creer que Putin se había ido a Marbella a reconciliarse con su mujer, y que don Pedro había empezado una cura de desintoxicación de las mentiras. El jamón y el Godello contribuían a la certeza. Pero salimos a la calle, escuchamos las noticias, y comprobamos que no había milagros, excepto el milagro de Roberto.
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