El fantasma del desabastecimiento nos llega cuando aún no nos habíamos repuesto completamente de aquél que nos impelió por alguna oscura razón a hacer acopio de papel higiénico, pero en esta ocasión el artículo protagonista de la psicosis es el aceite de girasol, que, no nos engañemos, ha doblado su precio en la última semana no a causa de una escasez en el stock, sino de la provocada por el acaparamiento de los consumidores, incluso de los que ordinariamente no lo consumían, que ha desequilibrado el normal ten con ten de la oferta y la demanda. De súbito, esa humilde grasa extraída de la planta más rara y bella del mundo, que apenas supone un tercio de la que se usa en el país del grandioso aceite de oliva, parece haber cobrado un valor tan disparatado que hasta escasea y todo.
Dejando a un lado momentáneamente lo que de ominoso y un punto mezquino tiene esta psicosis consumista en tiempos de guerra, pues estamos en guerra, huelga decir que si la gente se llevara del super una botella o dos de aceite de girasol, como ha hecho siempre en función de sus necesidades cotidianas, ni escasearía ni costaría el doble. Acaso sí, si la sanguinaria invasión de Rusia a Ucrania se alarga, pudiera haber en el futuro alguna puntual escasez, una escasez, por lo demás, fácil de superar con el uso de grasas alternativas, de oliva especialmente, y con la resiembra masiva de girasoles en nuestros eriales, un cultivo de secano, que es lo nuestro, muy agradecido.
El WhatsApp ese del demonio, por donde la gente echa a rodar bulos y se aterroriza con ellos, debe tener algo de culpa en esta psicosis del girasol y en tantas otras psicosis, pero no deja de ser algo indecente que teniendo como tenemos aún de todo pese al desabastecimiento de perras en el bolsillo, andemos con esas movidas mientras en Mariúpol, sin ir más lejos, casi medio millón de seres humanos llevan, bajo las bombas de Putin, más de una semana sin comer, sin luz, sin agua y sin esperanza.
No nos falta aceite de girasol, nos falta otra cosa.
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