En febrero, pasado el veintitrés
A las seis en punto Prudencio cerró la última puerta del colegio. La del patio de arriba que cercaba la cancha nueva. Ciertamente el conserje aparentaba tener mal genio, pero siempre dejaba apurar un rato a los once muchachos para que pudieran dar las últimas patadas al balón. Esa tarde no se antojaba distinta a la de cualquier lunes. Pero aún quedaban horas para que el resto del día pudiera llegar a sorprender. Era febrero, y el calendario marcaba el veintitrés.
Los chicos salieron algo más tarde de lo habitual. Seguramente porque sabían que el sol ya había atrasado mucho el reloj. Y proporcionaba el antídoto perfecto para sanar ese enfermizo temor que tienen todos los padres a la oscuridad.
Cuanto más tardara esa bendita bomba de gas en ocultarse, más tiempo podrían estar en la calle. Por eso los once chicos se iban demorando, en favor del ocaso, y cada día retrasaban su regreso un poco más. Entre tanto, los planes no cambiaban. Eran inmutables. Irrefutables. Pero con más tiempo para poder dilatarlos. Su liturgia parecía ser perfecta. Y guardaban la fe de que podrían conservarla toda una eternidad.
El quehacer cotidiano de ese culto a la amistad era tan sencillo como eficiente. Era muy básico, y consistía en lo siguiente: saludar al llegar, dejar lo más rápido posible las mochilas en sus habitaciones, recoger la merienda y bajar a la plaza para seguir jugando. Lo que constataba que lo cotidiano era la suma perfección.
Bien es verdad que el regreso a casa de ese lunes de febrero, que marcaba el veintitrés, había transcurrido muy rápido. Demasiado fugaz. Y el reloj pasó de las seis en punto a la media en menos tiempo de lo que podría considerarse como algo normal.
Siempre suele cumplirse esa maldita norma de que cuando llega lo mejor uno se tiene que marchar. Y esta condenada máxima también puede hacerse extensible para las buenas conversaciones. En esta ocasión sucedió que uno de los once muchachos contó que el día anterior -en febrero, a veintidós- fue a ver a su Atleti con su tío al Vicente Calderón. “¡Ganó el Atleti. Y no veas cómo ganó!”. “Ruiz marcó de cabeza con un gol que abrió y cerró el marcador”. El Hércules, dijo el chico, que parecía recitar la prensa que tocaba hoy, “era un conjunto muy rocoso y sobrio fuera de su casa, pero el equipo colchonero le resquebrajó. El Atleti este año sí que tenía toda la pinta de poder ser campeón”.
Pero justo al llegar a la esquina de la plaza, y para corroborar la tesis de que lo bueno no se puede dilatar, los chicos abandonaron la conversación, sin previo aviso, y salieron disparados a recoger su merienda, a dejar sus mochilas en su habitación para luego ir a toda prisa a jugar al balón. Pero subiendo a sus casas, ahí se quedaron. Ninguno bajó.
El día siguiente casi fue más extraño que lo que había sucedido la tarde anterior. De los once muchachos, cinco no fueron a la escuela. Otro llegó al colegio en coche. Y solo los otros cinco chicos restantes, trataron de comenzar la jornada como en ellos era habitual. Pero el trayecto lo hicieron en silencio. Hasta que al llegar al colegio uno de ellos se atrevió. Y murmuró: “Mi abuela ayer se pasó toda la noche llorando”. Y dijo otro: “Mi madre igual”.
El resto de la mañana no fue mucho mejor. Sin cuestionar nada los muchachos dedicaron su tiempo de estancia en la escuela a leer y a permanecer en silencio. Solo el sonido de fondo, que corría a cargo de un periodista de Radio Nacional, rompía esa canalla frecuencia empapada de miedo que inundaba la clase y que venía del exterior. Pero impredeciblemente, todo se terminó. Fue justo cuando Prudencio, el conserje, decidió por su cuenta abrir todas las puertas del colegio. También la de la cancha nueva. Fue a las doce y media en punto. En febrero, pasado el veintitrés.
Los chicos salieron algo más tarde de lo habitual. Seguramente porque sabían que el sol ya había atrasado mucho el reloj. Y proporcionaba el antídoto perfecto para sanar ese enfermizo temor que tienen todos los padres a la oscuridad.
Cuanto más tardara esa bendita bomba de gas en ocultarse, más tiempo podrían estar en la calle. Por eso los once chicos se iban demorando, en favor del ocaso, y cada día retrasaban su regreso un poco más. Entre tanto, los planes no cambiaban. Eran inmutables. Irrefutables. Pero con más tiempo para poder dilatarlos. Su liturgia parecía ser perfecta. Y guardaban la fe de que podrían conservarla toda una eternidad.
El quehacer cotidiano de ese culto a la amistad era tan sencillo como eficiente. Era muy básico, y consistía en lo siguiente: saludar al llegar, dejar lo más rápido posible las mochilas en sus habitaciones, recoger la merienda y bajar a la plaza para seguir jugando. Lo que constataba que lo cotidiano era la suma perfección.
Bien es verdad que el regreso a casa de ese lunes de febrero, que marcaba el veintitrés, había transcurrido muy rápido. Demasiado fugaz. Y el reloj pasó de las seis en punto a la media en menos tiempo de lo que podría considerarse como algo normal.
Siempre suele cumplirse esa maldita norma de que cuando llega lo mejor uno se tiene que marchar. Y esta condenada máxima también puede hacerse extensible para las buenas conversaciones. En esta ocasión sucedió que uno de los once muchachos contó que el día anterior -en febrero, a veintidós- fue a ver a su Atleti con su tío al Vicente Calderón. “¡Ganó el Atleti. Y no veas cómo ganó!”. “Ruiz marcó de cabeza con un gol que abrió y cerró el marcador”. El Hércules, dijo el chico, que parecía recitar la prensa que tocaba hoy, “era un conjunto muy rocoso y sobrio fuera de su casa, pero el equipo colchonero le resquebrajó. El Atleti este año sí que tenía toda la pinta de poder ser campeón”.
Pero justo al llegar a la esquina de la plaza, y para corroborar la tesis de que lo bueno no se puede dilatar, los chicos abandonaron la conversación, sin previo aviso, y salieron disparados a recoger su merienda, a dejar sus mochilas en su habitación para luego ir a toda prisa a jugar al balón. Pero subiendo a sus casas, ahí se quedaron. Ninguno bajó.
El día siguiente casi fue más extraño que lo que había sucedido la tarde anterior. De los once muchachos, cinco no fueron a la escuela. Otro llegó al colegio en coche. Y solo los otros cinco chicos restantes, trataron de comenzar la jornada como en ellos era habitual. Pero el trayecto lo hicieron en silencio. Hasta que al llegar al colegio uno de ellos se atrevió. Y murmuró: “Mi abuela ayer se pasó toda la noche llorando”. Y dijo otro: “Mi madre igual”.
El resto de la mañana no fue mucho mejor. Sin cuestionar nada los muchachos dedicaron su tiempo de estancia en la escuela a leer y a permanecer en silencio. Solo el sonido de fondo, que corría a cargo de un periodista de Radio Nacional, rompía esa canalla frecuencia empapada de miedo que inundaba la clase y que venía del exterior. Pero impredeciblemente, todo se terminó. Fue justo cuando Prudencio, el conserje, decidió por su cuenta abrir todas las puertas del colegio. También la de la cancha nueva. Fue a las doce y media en punto. En febrero, pasado el veintitrés.
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