Vendiendo camisetas
Ya hace 58 años que asesinaron a Kennedy. Durante su corto mandato como trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos tuvo como gran enemigo a Fidel Castro. También al Che, su marioneta. Hoy los tres están más muertos que Franco, pero los cuatro siguen vendiendo camisetas.
El mundo del marketing y del falso relato es lo que tiene. Un imperialista puede llegar a ser un mito. Un par de genocidas pueden convertirse en grandes salvadores de la humanidad. Y a un dictador le pueden hacer volar después de muerto.
Pero lo peor de todo esto es que, tras los óbitos, la muchachada colérica continúa adorando a sus villanos. Es más, se pone más impetuosa. Más vehemente. Y su paranoia llega a tal punto, que les da por hacer colecciones con los suvenires del difunto. Imitan sus peinados. Llevan sus mismos trapos. Leen sus apologías. Visitan en hordas sus panteones o los profanan. Fusilan o plagian sus tropelías. Y luego, cuando las criaturas se hacen mayores, si llegan a ser políticos, vomitan las necedades del tirano en sus discursos públicos, para así poder vivir de la farsa del necio tratando de volver a poner de moda su relato desfasado. Apolillado. Raído. Obsoleto.
Creo que fue Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, el que dijo que un tonto siempre encuentra a otro más tonto que lo admira. Si lo dijo, perfecto. Y, si no, también. Porque este es el caso.
Y es que lo malo no es solo que haya habido genocidas, sino que haya gente que siga viviendo de ellos y de sus abusos. Porque luego pasa lo que pasa. Y ves cómo un estúpido de juventud agitada puede llegar a ser vicepresidente de un Gobierno. O constatas cómo un pijoprogre llega a ser presidente.
Lo que tiene en común esta gente de vendetta fácil, y de gusto vulgar y manido, es que mitifica la falacia. No suelen ser muy críticos con ellos mismos. Se catalogan como grandes salvadores. Y todo su excelso legado consiste solo en continuar un relato elíptico progresivo, que ni se ajusta a la verdad, ni es provechoso en sí mismo.
Entonces, unos rememoran al líder político -de gran inspiración universal- que alentó el bloqueo a Cuba. Y lo ven como un mito. Otros, recuerdan con un romanticismo excelso a dos matarifes que, apelando a la libertad, secuestraron a sus propios compatriotas. Y los admiran como ídolos. Y algunos más, no cejan en el empeño de revivir, de una forma u otra, ese asedio ya pasado contra los derechos y libertades fundamentales de su pueblo. Y a la momia de turno la pueden idolatrar como si fuera un ser divino o la pueden odiar, y a su vez temer, como si se tratara del mismísimo demonio.
Dice Carla Montero que la historia la escriben los vencedores, pero el tiempo da voz a los vencidos. Lo malo es cuando los que leen esos relatos revanchistas, en vez de pasar página, tratan de regresar al capítulo donde parece que solo ellos perdieron.
Pero ningún tiempo pasado -perdido- fue mejor. Fundamentalmente porque lo más excelso siempre aún está por llegar. Pero no. Parece que cíclicamente tenemos que regresar al estúpido romanticismo. Ese funesto, sórdido y tétrico lugar en el que se desenvuelven perfectamente los cretinos contando sus patrañas. Y vendiendo camisetas.
El mundo del marketing y del falso relato es lo que tiene. Un imperialista puede llegar a ser un mito. Un par de genocidas pueden convertirse en grandes salvadores de la humanidad. Y a un dictador le pueden hacer volar después de muerto.
Pero lo peor de todo esto es que, tras los óbitos, la muchachada colérica continúa adorando a sus villanos. Es más, se pone más impetuosa. Más vehemente. Y su paranoia llega a tal punto, que les da por hacer colecciones con los suvenires del difunto. Imitan sus peinados. Llevan sus mismos trapos. Leen sus apologías. Visitan en hordas sus panteones o los profanan. Fusilan o plagian sus tropelías. Y luego, cuando las criaturas se hacen mayores, si llegan a ser políticos, vomitan las necedades del tirano en sus discursos públicos, para así poder vivir de la farsa del necio tratando de volver a poner de moda su relato desfasado. Apolillado. Raído. Obsoleto.
Creo que fue Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, el que dijo que un tonto siempre encuentra a otro más tonto que lo admira. Si lo dijo, perfecto. Y, si no, también. Porque este es el caso.
Y es que lo malo no es solo que haya habido genocidas, sino que haya gente que siga viviendo de ellos y de sus abusos. Porque luego pasa lo que pasa. Y ves cómo un estúpido de juventud agitada puede llegar a ser vicepresidente de un Gobierno. O constatas cómo un pijoprogre llega a ser presidente.
Lo que tiene en común esta gente de vendetta fácil, y de gusto vulgar y manido, es que mitifica la falacia. No suelen ser muy críticos con ellos mismos. Se catalogan como grandes salvadores. Y todo su excelso legado consiste solo en continuar un relato elíptico progresivo, que ni se ajusta a la verdad, ni es provechoso en sí mismo.
Entonces, unos rememoran al líder político -de gran inspiración universal- que alentó el bloqueo a Cuba. Y lo ven como un mito. Otros, recuerdan con un romanticismo excelso a dos matarifes que, apelando a la libertad, secuestraron a sus propios compatriotas. Y los admiran como ídolos. Y algunos más, no cejan en el empeño de revivir, de una forma u otra, ese asedio ya pasado contra los derechos y libertades fundamentales de su pueblo. Y a la momia de turno la pueden idolatrar como si fuera un ser divino o la pueden odiar, y a su vez temer, como si se tratara del mismísimo demonio.
Dice Carla Montero que la historia la escriben los vencedores, pero el tiempo da voz a los vencidos. Lo malo es cuando los que leen esos relatos revanchistas, en vez de pasar página, tratan de regresar al capítulo donde parece que solo ellos perdieron.
Pero ningún tiempo pasado -perdido- fue mejor. Fundamentalmente porque lo más excelso siempre aún está por llegar. Pero no. Parece que cíclicamente tenemos que regresar al estúpido romanticismo. Ese funesto, sórdido y tétrico lugar en el que se desenvuelven perfectamente los cretinos contando sus patrañas. Y vendiendo camisetas.
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