Casualmente, 112 es también el número de médicos que han fallecido a causa de la pandemia. Más de dos médicos, cada semana, cayeron en acto de servicio, como oficiales del ejército blanco que, acompañado del ejército verde, están todos los días en el frente de esta guerra.
Tengo bastantes amigos médicos y conozco a otros muchos. Y hay de todo, claro, como entre los periodistas o entre los cultivadores de trigo. Pero hay algo que marca de manera general a todos ellos: ejercen su trabajo debido a una vocación. Eso no resta méritos, ni menoscaba a quienes son juristas, profesores, arquitectos o biólogos, pero hay dos actividades en la sociedad, donde la vocación forma parte intrínseca de ellas: la Medicina y la Milicia.
El médico podrá ser excelente o regular, descuidado o minucioso, simpático o desagradable en el trato, pero todos, todos, nos atienden, no porque se hicieran médicos por casualidad, por ambición de dinero, por deseo de destacar socialmente, o porque la tortilla del bar de la facultad de Medicina tenía fama de ser la mejor de toda la Universidad. No. Están allí porque creyeron que lo mejor que podían hacer era formarse para poder curar a las personas enfermas. Enfermas. Porque los médicos no tratan con ciudadanos en situación normal, sino ciudadanos con problemas de cuerpo y de alma. Sólo una vocación arraigada aguantó que tuvieran que protegerse con bolsas de basura en un país que no era del Tercer Mundo.
Sólo esa característica soportó los errores de mascarillas, no, mascarillas, sí; "viene el verano", esto está "vencido", y esos continuos disparates que les alargaban las horas de trabajo y les quitaban la vida. Ciento doce vidas. Como premio a su sacrificio, ahora, les imponen que se inscriban en un Registro para saber quiénes no quieren aplicar la Ley de Eutanasia. Parece que el Gobierno confía en que sigan aguantando.
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