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DAVID LAVILLA
Lunes, 08 de Marzo de 2021

El 'ocho eme' y la apisonadora

Hace un año miles de mujeres salieron a la calle a celebrar el “ocho eme” y a infectarse sin saberlo. Otras pocas, muy pocas, fueron a echar la mañana del domingo para salir en la foto sabiendo lo que podría ocurrir. Otra inmensa mayoría no asistió pero, de una u otra forma, han sufrido las consecuencias de la ineptitud del politiqueo. A día de hoy a todos, hombres y mujeres, el virus nos está pasando como una apisonadora.


La apisonadora tiene la virtud de romperlo todo poco a poco. Y mientras hace su trabajo deja cualquier cosa que se le cruza en el camino inservible. Inutilizable. Devastada. Pero lo más perverso que tiene su manera de proceder es que se puede ver al detalle toda su demolición. Lentamente. Paso a paso. Así que, mientras destruye, uno puede contemplar sus efectos como si lo observara desde un escaparate. Lo malo es que los cristales te pueden estallar en la cara en cualquier momento de la película. Y con ese pequeño detalle los encargados de hacer parar la apisonadora no habían contado.
 
Es verdad que el rodillo del bicho ha pasado por muchos lugares, por muchos países; pero se ha cebado con los más torpes. Con los que decidieron quedarse más tiempo observando la ira del monstruo desde la vitrina. Desde la pantalla. Este efecto es muy parecido al que les ocurre a esos tontos que vemos por las redes. Esos que se ponen en primera fila a ver lo grande que es la ola, para luego terminar mar adentro. Y es que la naturaleza no tiene compasión con nadie. Y mucho menos con el idiota.
 
Hubo un momento clave para el idiota en todo este proceso de demolición: la semana del “ocho eme”. No hacía falta ser el tuerto en el país de los ciegos para ver el tamaño de la apisonadora. Solo hacía falta asomarse a la ventana un poco para ver toda la perspectiva. No había que bajar a la calle y mirar el escaparate. Y mucho menos estar presente para saber todo lo que se nos podía venir encima. Solo hacía falta observar de lejos a la apisonadora pasando por los primeros países que empezó a destruir. 
 
Pero mientras en China, que fue el primer país en ser apisonado, iban haciendo hospitales a toda pastilla, y en Italia ya habían establecido zonas rojas con la vista puesta en un inmediato confinamiento, en España salíamos a la calle a manifestarnos, a acudir a mítines políticos, o a llenar estadios de grandes aforos. Y todo ello con el consentimiento del idiota máximo.
 
Un idiota que vivió el paso de la apisonadora en primera persona. Y sabía lo que iba a suceder porque tenía información más o menos precisa de sus homólogos de los países afectados. Y viendo el escaparate decía que no había que usar mascarillas, porque no servían para nada; y que no eran tan necesarios los test, porque solo iba a haber algunos casos aislados. Eso sí, en previsión del inminente paso de la apisonadora, ya se habían encargado de vaciar las memorias de sus teléfonos para poder luego llenarlas de fotos de postín, de pedantería, de altanería, de soberbia y de vanidad. Y así la apisonadora -mientras el idiota miraba y se hacía fotos- se dedicó a reventar familias, círculos de amigos, colegios, universidades, comercios, pequeños negocios. Y cerró lugares públicos y privados: parques, cines, teatros, bares, restaurantes. De manera paulatina, con escaladas y desescaladas, pero nada silenciosa. Porque existe una máxima para el estúpido: “Si el idiota no se molesta en hacer ruido, luego nadie se puede acordar de él”.
 
Pero como el ser humano es el único animal que se detiene ante el escaparate a ver pasar dos veces la misma apisonadora, pues eso, que ahora queremos más lío para poner contento al idiota. Que si hay que salir a la calle a protestar por lo duro que es el castigo con el artista anteriormente conocido como Pablo Rivadulla Duró -Hasél el rapero niño de sus papás-. Que si hay que ir a quemar contenedores y terminar de matar a los últimos comercios que aún siguen vivos. Que si la república. Que si el emérito. Que si la independencia. Que si los políticos que están presos. Que si hay que concentrarse a toda costa en el “ocho eme”. En definitiva, hay que generar espacios para hacerse muchos TikTok. Así que gritos, muchos. Fotos, también. Pero soluciones, cero.
 
Y observando todo eso, meditándolo bien, ahora ya no sé qué cosa es más estúpida: seguir a un idiota en TikTok o ser un idiota de TikTok al que seguir. Estaría bien que un día nos dejáramos de tanto follow, y de comportarnos como ovejas, para al menos aparentar ser personas. Obviamente habría virus, sí, pero al menos no nos encargaríamos de esparcirlo sin conocimiento ni piedad entre nosotros. Quizá hasta podríamos ser un poco más cuidadosos. Y tener más autocontrol. Pero parece que solo somos eso, estúpidos que pierden su tiempo viendo cómo rompen las olas en medio de un tsunami en vez de tratar de sobrevivir y permanecer.
 
Es verdad que algún día tendremos que morir. De eso no hay duda. Es una máxima muy necesaria, ¿qué vamos a hacer eternamente aquí? En “Las intermitencias de la muerte”, José Saramago plantea el dilema de qué ocurriría si un día nadie perdiera la vida. Al principio todo el mundo celebraría una gran victoria. Pero, ¿qué pasaría después? 
 
Obviamente morir hay que morir tarde o temprano, aunque caiga en “ocho eme”, pero si lo hacemos que no sea por la incompetencia, la necedad o la ineptitud del idiota de turno. Ese idiota al que pagamos todos y que se gasta infinidad de dinero que no es suyo en llenar memorias de teléfonos haciéndose fotos en plena calle con sus juguetes. Con el avión. Con el helicóptero. Con sus descomunales coches blindados. Y ahora con su nueva apisonadora.
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