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 Herminio Andújar
Jueves, 10 de Septiembre de 2020

Algunas consideraciones erosivas sobre Lluvia oblicua, de Ignacio Castro Rey

El autor de Lluvia oblicua, Ignacio Castro Rey, ha caracterizado su trabajo a lo largo de los últimos años por una profundización en lo que podríamos denominar como la apocalíptica de la modernidad tardía.

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Una trayectoria filosófica que, con cierta probabilidad, comienza su andadura con Schopenhauer, continúa con Nietzsche, sangra y se derrama en el materialismo cabalístico de Benjamin, avanza hasta su más alta cumbre con Martin Heidegger y, con posterioridad a la experiencia nacional-socialista de éste, llega a su momento de madurez expositiva a través del psiquiatra Lacan y a su depuración interpretativa con Deleuze y Guattari, para, tras ciclópeos esfuerzos, entregarse a su crepúsculo en las obras de Michel Foucault y Derrida, a la sombra de cuyas tumbas han crecido los menos dotados de sus intérpretes y discípulos, responsables de que una tradición con tan noble origen decaiga hasta adquirir los rasgos de cosa barata que acompaña a cada intento posmoderno de generar un relato filosófico digno de tal nombre y que hoy se ve reducido a los jugueteos políticos de la teoría queer, a los caprichos delirantes de algunos cocineros académicos de la deconstrucción y a la marxistización melancólica de no pocas facultades y campus que nos evocan esas iglesias posconciliares donde se rasguea la guitarra rememorando la liturgia de cualquier secta calvinista reducida a sus aspectos más lúdicos. De ahí, el padre Zizek y otros telepredicadores.
 
En consecuencia, me gustaría subrayar que pocos autores son capaces en este momento de extraer de dicha tradición algo relevante que decir, algo que pueda suscitar el vestigio lumínico de un pensamiento europeo aún digno de tal nombre; entre ellos está Ignacio Castro Rey, tal vez con la sucinta compañía de Giorgio Agamben, José Luis Pardo y Boris Groys, develadores de lo que el último muro del templo, es decir, cada uno de nosotros, tiene que oponer al proceso de mixtificación tecno-histórica que, cual metástasis discreta en ocasiones, brutal si así lo exige la circunstancia, va creciendo sobre eso que alguna vez se llamó el espacio de la vida, transformando dicho ámbito en un mecanismo productivo cuyo mayor dolor surge de la más mínima pretensión de reposo y estabilidad que pudiera oponérsele, sea esta de carácter sensitivo, intelectual, filosófico o religioso. En esta época gloriosa y varada sobre el lastre del evolucionismo, asumido como axioma intocable que fundamenta las más dementes propuestas transhumanistas, la vida es deporte (trabajo más allá del espacio laboral), la vida es salud (biotecnología aplicada a la mecánica corporal), la vida es cultura (lo que estado y mercado ofrecen como digno de entretener y evadir), la vida es libertad (capacidad de optar entre distintos bienes y servicios o renunciar a su adquisición), la vida son derechos (elaboración mental de deseos insensatos positivados en normas), la vida es accesibilidad (acomodación de la altitud de los montes y de la velocidad de las corrientes oceánicas), la vida es visibilidad (obligación de poner los ojos donde no se desea para ver compungidamente lo que nos repugna), la vida es emprendimiento (planificación de la explotación propia y ajena), la vida es igualdad (disposición a negar el interés que por sí mismo posee lo deforme, lo tarado y lo excéntrico), la vida es diversidad (o la capacidad de entender la existencia como una grandiosa superficie comercial donde todo producto tiene cabida y va a ser expuesto), la vida, tu vida, importa sobre todo si eres negro (pretensión de que el mundo comienza contigo y lo anterior es perfectamente anulable en virtud de que tu sentido de la justicia reciba un estímulo grato), la vida es para vivirla (es decir, para gastarla sin que la turbe síntoma de agotamiento alguno). Lo que no es la vida es eso que empieza con el nacimiento, produce algún placer inolvidable y muchos momentos de dolor imprescindibles, cesando con la muerte. En conclusión, más de doscientos años de aceleración tecnológica, con sus correspondientes reducciones globales de la tasa de mortalidad en sus distintas facetas, nos han permitido abandonar el cuerpo que fuimos para convertirnos en el organismo interconectado que somos.
 
[Img #102734]Al principio, mencionaba lo que denominé apocalíptica de la modernidad tardía, vinculando a nuestro autor con su despliegue más reciente y más extrañamente fructífero. No se trata de un fenómeno novedoso o exclusivo del ocaso de lo moderno, sino de la prolongación de una vieja tradición hebraica que comienza con los profetas veterotestamentarios y culmina con los diversos ejemplos visionarios de un estado de la cuestión enajenado con respecto a su esencia, que encontramos tanto en los escritos neotestamentarios como en no pocos autores de tradición judía y talmúdica posteriores al año 70 del siglo I. Aquí, en lo que se refiere a la modernidad tardía y a esta obra de Ignacio Castro Rey, nos conviene acogernos a la más etimológica raigambre de la apocalíptica, donde frente a la videncia revelada por Dios, cual es el caso de San Juan en la Isla de Patmos, encontramos la figura del profeta (tan ejemplarmente evocada por Nietzsche en “Así habló Zaratustra”), en griego prophétes, que no alude a cualidad predictiva alguna, sino que se refiere a aquel “que muestra o denuncia algo ante alguien”, misión que en Lluvia oblicua se lleva a cabo sin que por un segundo desfallezca el ánimo de hacerse entender y el autor caiga en la trampa de los metalenguajes y los sobrentendidos que parecen demandar no a un lector, como cualquiera de nosotros, sino a un exégeta rendido a los pies de su gurú. Encontramos en el texto toda una diagnosis de nuestro entorno comenzando por la desconfianza hacia nuestros sentidos como primeros elementos desde los que elaborar un pensar, al abotargamiento de los mismos cuando padecen la constante disciplina tecnocrática que militariza gustos, preferencias y expectativas hasta reducirlos a un menú que el algoritmo de la correspondiente red social será capaz de analizar con el objetivo último de construir un perfil personal. Perfil que no se limitará a un esbozo de nuestras tendencias de consumo más toscas, íntimas o sublimes, pues de lo que se trata es de trazar un retrato hiperrealista que transfiera nuestra soberanía, física y mental, a un archivo que incluya todo lo que pueda esperarse de nuestra progresiva y progresista incapacidad de reaccionar, de nuestra ansia de abandonar el pesado lastre de ser persona para abandonarnos a la indolencia de ser circuito, sílice temeroso de la carne y su temblor.
 
Abunda Castro Rey en esa trayectoria del desapego e incluso del despegue sin mover un dedo, ya que de cierta ataraxia paradójica se trata: la sustitución de nuestras extremidades por los correspondientes periféricos que están convirtiendo en algo tan extraño hacer un hombre como matarlo, en una siniestra basculación que oscila entre la concepción in vitro y sus más que previsibles derivadas eugenésicas una vez que caigan los postreros límites, al drone que persigue, entre los abruptos paisajes afganos, al salvaje armado con una vieja arma soviética, que, cuando cae el sol, se postra a rezar, aun a riesgo de que la quietud de su oración facilite el éxito de la cacería. Pues el salvaje sigue uncido a la tierra y es un fundamentalista de lo que sea, puesto que fundamental es someterse a la gravitación o pisar la superficie del suelo sintiendo el peso de lo divino en la posibilidad de respirar, y ello frente a las fantasías ecológicas occidentales que oscilan entre el nihilismo más estúpido del huerto urbano o la zoofilia asumida desde el culto a Disney. Se abre pues otra mitología: toda aquella que nos disgrega de lo que somos y disuelve los vínculos de pertenencia abriendo la puerta de lo fluido, que es aquello destinado al sumidero de la indiferenciación, donde el nombre es sustituido por la marca, la familia por una variedad de agregados inorgánicos y la nación y el estado son agentes de gestión de las ilusiones proyectadas en cada terminal y de una muerte que, si tiene lugar, se ciega mediante la profilaxis del tanatorio o el depósito, ocultando con ello, a quienes todavía sobreviven, el momento clave de cualquier existencia, individual o colectiva. Como la experiencia política reciente nos ha demostrado. 
 
En fin, hemos viajado a la luna porque detestamos la tierra, la tierra como lugar de parto y como lecho en el que enterrarnos. Preferimos la cremación como los jerarcas nazis o, al modo de los momificados secretarios generales bolcheviques, incluso comienza a ponderarse entre los más prósperos la criogenización del cadáver, a la espera de la ansiada tecno-parusía que venza a la muerte; parece que aspiramos a una perfección que, según aseveran neurocientíficos, pedagogos, psicólogos conductistas, obispos y revolucionarios profesionales reside en lo que ellos denominan mediante el oxímoron inteligencia artificial, otro mitologema cuyos fundamentos Ignacio Castro Rey erosiona con no poca ironía, para a continuación reconstruir sobre la ruina conceptual de tal significante la compleja, sensual, dañosa, atroz y terrible génesis de la inteligencia humana, haciendo partícipe al lector de lo que el constructo tecnológico no va a padecer nunca: la duda y la escalada sobre la incertidumbre que toda respuesta humana a una incógnita conlleva. Pues el constructo tecnológico y su alternancia de dígitos, o su instancia cuántica, difícilmente padecerá la contradicción de ser frankenstein que cada cual sufre en la más rutinaria de las situaciones, cuando los brazos demandan ir libres, la espalda un punto de apoyo, la prisa el transporte en metropolitano y los ojos poder contemplar la ciudad desde el asiento de un automóvil. Esa sublime y monstruosa fragmentariedad que nos constituye, que nos entrega a los riesgos del juicio, a la sensación de inmediato metamorfoseada en lenguaje y pensamiento como correlato inevitable de una vida cuya tensión cimera se roza, como advierte Ignacio Castro de modo perfectamente paulino, cuando en la materia percibimos la más incontestable de las ausencias, la de aquello que según afirmase Heidegger en una famosa entrevista, podría salvarnos, es decir la presencia divina, ese constante aquí, desconocedor de nada que no sea presente y presencia de la nada que fundamenta lo visible, irreductible a ningún positivismo, imbatible por su condición de elemento secretamente intuido en la sombra calcárea de la caverna y que, durante los últimos dos milenios, ha supuesto en Occidente, a través del cristianismo la encarnación de lo transcendente en el dolor, en lo frágil, en lo roto y en lo desechado. 
 
Lluvia oblicua es un incómodo refugio frente a la creciente aridez, incómodo cual todo lo que se construye con las propias manos y las propias fuerzas, como todo lo que se elabora con la imprecisión del pensamiento más refinado, cuando uno mismo ha de construir hasta las herramientas que darán fundación a la estancia cuyas paredes habrá de pulimentar la sucesión de las jornadas, el golpe intermitente del silencio y el tumulto de innúmeras lecturas para que, con aquel viejo poema bajo imperial de Claudiano, podamos decir: “Feliz quien pasa su vida en sus propios campos, / quien de niño y anciano ve la misma casa / y, apoyado en el bastón sobre la tierra en que se arrastró, / cuenta los muchos años de su única morada.”
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