El chulo nace, no se hace, pero cuando proyecta su chulería de manera nítida e incuestionable es cuando las circunstancias le permiten desarrollarse con plenitud. No es que antes estuviera matriculado en primero de Chulería y, de repente, aprobase dos cursos seguidos, no, es que al notar el Poder, con mayúscula, en el sector en el que se desenvuelve, desarrolla toda su potencia. Si antes se vio obligado a disimular, incluso a la denigrante tarea de tener que halagar a un tercero -siempre con objeto de alcanzar sus metas-, una vez alcanzadas se lanza con todas sus fuerzas a demostrar lo chulo que es.
Es tradicional que el chulo atraviese tres fases: la del ascenso, la de la plenitud, y la del ocaso, porque en la mochila del chulo no hay un bastón de mariscal, sino un aviso de fuera de juego que se desarrolla en una quiebra, en una derrota en las urnas, en unos juzgados o en un movido consejo de administración, donde se le defenestra.
A la mayoría de las personas que escribimos ficción los triunfadores nos suelen interesar bastante poco y, sin embargo, nos sentimos atraídos por los chulos, ya que no hay chulo que, al final, no se convierta en un perdedor. Y esa mezcla de vencedor y de ídolo de barro siempre resulta fascinante. ¿Y todos terminan así? Todos. La inteligencia del chulo es muy alta, pero su soberbia siempre supera a su intelecto, y es esa soberbia la que le arrastra y le lleva a la caída. Y cae del pedestal sin dejar de ser chulo, porque el chulo, incluso cuando ya no tiene motivos para presumir, nunca deja de serlo.
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