Esa imagen de una tropa bien vestida y bien alimentada ignorando aparatosamente la necesidad real, la desigualdad extrema, la injusticia descarnada por la epidemia, no necesita palabras, pero esos que pasan rozando a la señora por la acera estrecha sin sentirla, sí necesitarían unas palabras, siquiera las pocas que se necesitan para afear su insensibilidad, su egoísmo y su ceguera, pero no las quieren, pues parecen detestarlas tanto, las palabras, como aman las consignas, tanto más las injuriosas, procaces y estridentes. Las palabras brotan del pensamiento; las consignas, de su negación o de su pereza.
El odio, al parecer, se está instalando en las calles, pero ésto no es nuevo. Es el odio a la democracia, que es el único tratamiento que se conoce contra el virus de la intolerancia. Tal es la naturaleza del negacionismo de ese movimiento pueril que, incapaz de asimilar su frustración, busca un culpable de la calamidad y lo encuentra enseguida, pues sin pensamiento, sin palabra, queda abolida la capacidad de buscar de veras, esto es, de discernir. Como si fuera poca cosa la pasividad del Gobierno en los primeros compases de la siniestra sinfonía, y la resignación de sus responsabilidades políticas en unas "autoridades" sanitarias, científicas, que ni sabían lo que el Covid-19 era ni la velocidad a la que venía, esa gente que no repara en la existencia de la señora que busca algo de comer en la basura proclama que el único virus que hay es él, o sea, el Gobierno, y lo proclama al más puro estilo franquista como, por lo demás, no podía ser de otra manera.
El escrache, que ya se inventó a lo bestia en el Motín de Aranjuez y que en los últimos tiempos ha tenido apólogos tan señalados como uno de los que hoy los sufre a la puerta de su casa y con los niños dentro, viene a suplantar definitivamente a la crítica, a la protesta, a la discusión política, al civilizado duelo ideológico, y ya con ésto el odio puede correr raudo y libre como el virus e infectarlo todo.
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