Lamentablemente, ni antes de la epidemia disfrutábamos de normalidad alguna, ni mientras pugnamos por expulsar el virus de nuestras vidas tendremos ninguna otra. Es más, puede que ni cuando el morbo genocida esté vencido conquistemos esa cosa que para España y los españoles ha sido tradicionalmente tan quimérica y esquiva, la normalidad.
Pero aun dejando a un lado nuestra poca maña para la normalidad, o nuestra débil inclinación por ella, ésto de la "nueva normalidad" se sigue inscribiendo en el catálogo de los imposibles. Si la normalidad es la cualidad o situación que se ajusta a cierta norma o a características habituales o corrientes, ¿cómo puede una normalidad edificarse, por mucho rango de "nueva" que queramos darle, sobre lo mudadizo, lo crítico y lo excepcional? No se puede. Y así, los padres de los niños que salieron en tropel a la calle el domingo debieron, según la consigna del Gobierno, adaptarse a la "nueva normalidad", esto es, comportarse con juicio, precaución y mesura, pero no lo consiguieron porque ni venían de una normalidad ni se hallaban en otra.
Ocioso es, por lo demás, señalar que ésto de la "nueva normalidad", perteneciendo al absurdo género de la tensa calma, la cuadratura del círculo, la suma que resta, la alarma tranquilizadora, la discriminación positiva o la activa pasividad (como la de los Mossos en 1-O), es, por atentatoria a la razón, una pretensión de eficacia nula para los tiempos que se avecinan. Más que una "nueva normalidad", se necesitaría una nueva humanidad, pero eso probablemente también es imposible.
El Gobierno invita a la ciudadanía a irse acostumbrando a la "nueva normalidad", pero lo visto en la salida tumultuaria que los adultos propinaron a los pobres niños, induce a dar por buenas las anteriores reflexiones sobre el particular: es imposible. Invéntese, pues, otra cosa para ir escapando de la pesadilla, pues lo de la normalidad, nueva o vieja, nos desborda.
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