Yo terminé haciendo de referee y driver, tarea peligrosa porque –a pesar de ser los tres hijos de una América mestiza– la conexión entre nosotros fue nula. ¿La manzana de la discordia? La religión.
Todo empezó por las teorías conspirativas de Manuel, quien afirmó tajantemente que el COVID-19 es un virus creado por algún gobierno del mundo para generar una crisis económica que baje los precios de los activos corporativos y comprarlos a precio de gallina flaca. Mi deber de conciliador me impidió refutar el argumento de mi joven pasajero, de todas formas habría sido imposible condenar su tesis, porque Margarita se me adelantó sin ánimos de tolerancia para dejarle claro que todo esto es parte del Juicio Final, y que las santas escrituras viene anunciándolo por siglos.
Manuel goza de la irreverencia propia de la juventud y, Margarita, de la fuerza que caracteriza a las fieles devotas del evangelio. El problema real surge cuando ambos asumen que mi voto inclinará la balanza de la verdad.
Por supuesto, yo traté de salirme por la tangente. Me pareció que la mejor forma de desengancharlos sería evitar profundizar en el origen de la pandemia y hacer lo posible por evitar su galopante crecimiento, pero Manuel me interrumpió en seguida con otro argumento: “Mire, señora, la finalidad del virus –aparte de apoderarse de empresas a bajo precio– es causar la muerte de muchos ancianos que cobran su retiro, ya que el sistema de pensiones colapsó y deben acortar la longevidad de los beneficiarios».
Margarita hizo un gesto de no haber entendido la rebuscada idea de su oponente ideológico, y aumentó su apuesta citando a Sofonías 1:18: «Ni su plata ni su oro podrán librarlos en el día de la ira del Señor, lea las escrituras, usted es un impío».
Manuel se echó a reír: “No, mi señora, yo no soy de impío, soy de Ponce”. Ella reprochó su burla y arremetió: “Sí, joven, como Ponce Pilatos, usted se lava las manos ante la palabra del Señor”.
El contrapunteo continuó y Manuel respondió: “Mire, quizás sean los fabricantes de jabones quienes han creado el coronavirus para vender más”. La experiencia de los años hizo que Margarita prefiriera apiadarse del pecador caribeño y decidió encomendarlo al perdón de Dios.
Cuando llegó el ansiado punto de drop off para deshacerme del share (las personas no deberían compartir rides al menos que compartan las mismas creencias), la anciana nos bendice a ambos. A mí con dulzura de abuela, y al arrogante de Manuel con mirada de reprimenda: «El mundo se va a acabar, arrepiéntanse”, le dijo, y se bajó serenamente.
Al quedar el impío y yo en el carro, me quedo pensando que mis dudas sobre la humanidad, incitadas por la pandemia del fanatismo, han aumentado, y mi temor hacia un virus que tuvo origen por la ausencia de higiene en un mercado de animales vivos en China nos tiene a todos en jaque.
Manuel, justo antes de bajarse al llegar a su destino, me dice: “El mundo se acaba para el que se muere”, refutando tardíamente las palabras de Margarita. Yo le respondo, en desagravio de la anciana y no por sus convicciones sino por sus años: «¿Sabes, Manuel? Si ella muere por el coronavirus, ya que pertenece al umbral de más alto riesgo, se le acabará el mundo, según lo predice su creencia».
Mi pasajero boricua entiende el mensaje y al bajar, apenado por mis palabras, empieza a toser.
Venezolano. Inmigrante. Driver Escritor.
Romer | Martes, 07 de Abril de 2020 a las 13:32:27 horas
Excelente historia muy entretenida e interesante
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